“Lo que sueltes se lo
lleva el viento”, me decía mi abuela, pero no te conocía. Tuve 365 días para
extrañarte y no los use. “Me sobran” pensaba, cuando en esos días nada me hacía
volver a vos. Ni las canciones, ni los sitios a los que iba. A veces a algún
recuerdo se le daba por aparecer sin avisar, y se me colaba entre los pelos para
meterse debajo de la ropa y hacerse carne; pero no podía. Así cómo había
llegado, se iba. “Ya no le extraño”, pensaba yo, y sentía cierta nostalgia
cuando entendía que el tiempo empezaría a borrar tu voz, y tu olor, y la fuerza
de tus abrazos. En esos momentos un escalofrío navegaba mi espalda, no quería
pensar que te ibas a disolver con el tiempo. ¿Será acaso que los besos que un
día nos salvaron la vida podrían escurrirse sin más sobre el reloj? ¿Era
entonces el tiempo capaz de llevárselo todo? Al final no.
Al final no era capaz, ni el tiempo, ni el viento, ni ninguna puta cosa del
mundo. Mi abuela no tenía razón, y 365 días tampoco alcanzaban para dejar de
quererte, ni aunque lo intentara. Cualquier minuto, en otra parte del mundo
ibas a volver, no vos, sino tu recuerdo; y me ibas a pedir para quedarte, casi
como rogando que te vuelva a hacer un hueco en la cama. La que nos gustaba
tanto. La de los abrazos. Y yo que jamás supe decirte que no a nada, te iba a
decir que si, que al final de cuentas no había usado ni uno de los malditos
días que estuve triste para olvidarte. Que no me sobraban. Que no. Que no te
fuiste. Que todavía hoy acá, un pedazo de mí es tuyo, que me olvidé yo de
decirte que me lo devuelvas y que ahora me falta... incluso del otro lado del
mundo, me falta.
Soledad Voulgaris
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