9 de octubre de 2013

SOBRE LA MERCANTILIZACIÓN DEL CONTEXTO TERAPÉUTICO.


"La palabra terapeuta se está convirtiendo en un eufemismo tautológico que viene a sustituir a una manera de ganarse fácilmente la vida trabajando pocas horas por más dinero del que trabaja cualquiera de los mortales, en virtud a la cantidad de trabajo y esfuerzo que cuestan las formaciones tanto académicas como alternativas. 
Si bien esto último no deja de ser cierto, no es menos cierto que la carrera de terapeuta se está convirtiendo en algo elitista que muy pocas personas pueden afrontar. Para costearse una verdadera formación interdisciplinar uno tiene que donar un par de órganos, sacrificarse casi como cristo, o emprender el camino fácil que es coleccionar talleres de fines de semana y seminarios dispersos para llamarse a si mismo acompañante o profesional de algo que solo se aprende haciendo. 
Que la mayor parte de los así llamados terapeutas emprendan este atajo es comprensible. Un puede tener realmente un don especial, quiere disponibilizarlo, y no está dispuesto a pasarse la vida trabajando en cosas que no son su vocación, ganando un sueldo miserable, o haciendo algo para lo que vale pero viendo como otros más listos se llevan sin despeinarse todo el esfuerzo de su trabajo (eso si trabaja por ejemplo dando masajes en un spa). Pero la cosa no es tan sencilla. 
Fuera de la disyuntiva de trabajar por cuenta ajena o tomar la decisión de convertirse en tu propio jefe, la tarea de ser empresario a la vez que terapeuta crea una contradicción muy difícil de solventar. Casi imposible, porque el objeto de la empresa (que es hacer dinero) y el de la terapia (que es ofrecer un servicio, según yo lo veo, que para ser impecable ha de ser incondicional) es muy difícil de armonizar.  Uno de los hechos que ejemplifica muy bien esta contradicción, es que existe demasiada oferta (que aumenta exponencialmente cada día) de terapeutas para la poca demanda que hay. Y no es que no exista una demanda terapéutica con la que pudiera machihembrar, es que esta demanda se hace la mayor parte de las veces irrealizable, y jamás se convierte en hechos. 
Esto lo he sufrido yo y lo sigo sufriendo en mis propias carnes. Creo -es un juicio personal- que esto se debe al tremendo abismo que hay entre las posibilidades actuales de la gente y nuestra necesidad (la de los terapeutas) de compensar la inversión que hacemos en energía, dinero y tiempo tanto para nuestra formación, como para promocionar y mover nuestro trabajo en sí. Esto crea una dependencia económica (necesidad de encontrar y fidelizar clientes) que condiciona inevitablemente el lugar incondicional desde el que deberíamos hacer la terapia. Las figuras o los roles de paciente y el cliente coinciden en una misma persona, y esto crea un conflicto de intereses. 
Este conflicto suele apañarse, en la mayor parte de los casos, extendiendo procesos innecesariamente, vendiendo un servicio de naturaleza espiritual como un producto, o dando tal libertad al "paciente", que uno pierde al cliente potencial o de hecho que hay en él. Se produce, inevitablemente, por exceso o por defecto, una capitalización de la terapia. Una mercantilización del espíritu (aunque Giegerich no estaría de acuerdo con este término, nos sirve para este caso en concreto).
Habría, por lo tanto, que buscar otras alternativas a las "alternativas" que supuestamente ya ofrecemos, para liberar un mundo terapéutico que esta sufriendo la misma capitalización y elitización que el mercado de los productos ecológicos: algo exclusivamente para ricos, o gente en situación de superávit o bienestar económico. 
Las necesidades de la gente, no sólo de tener acceso al mundo de las terapias alternativas, sino, sobre todo, de ser debidamente acompañado en momentos difíciles y de crisis, para poder atravesarlos más digna y humanamente, y poder crecer en conciencia, se ve colapsada por los tremendos esfuerzos que costear un proceso terapéutico requiere para alguien normal, con un sueldo que apenas le llegue para llegar a fin de mes.  Hay que pensar alternativas a las alternativas, y ofrecerlas. No podemos crear más paraísos espirituales antes de habernos vuelto realmente éticos. La espiritualidad que florece de allí huele a chamusquina y no está completa. La ética va primero, la espiritualidad auténtica sólo puede nacer de ella". 
César Bacale
http://rehacersehombres.blogspot.com/

 

EL PODER DE LA SENCILLEZ.


Lo sencillo es poderoso. Lo sencillo se conquista desde la síntesis de la experiencia y de la sabiduría. Lo sencillo es natural, es fácil, es amable, no tiene pretensiones. Ocurre a menudo que grandes lecciones de vida, plenas de sabiduría, nacen de conceptos sencillos pero a los que, paradójicamente, cuesta llegar y aún más comprender cabalmente. Para ilustrar este principio,  reproduzco aquí un fragmento del libro que co-escribí con mi queridísimo y admirado amigo Francesc Miralles, y debo decir que la parte que se relata en las próximas líneas corresponde a la creatividad de Francesc y a la actitud que tomaba él cuando, de joven para poder ganarse la vida, trabajaba como camarero. Precisamente el capítulo del libro del que surge este extracto es “El Secreto del Camarero” y relata uno de los momentos más especiales que vive la protagonista, Ariadna, perdida en el Laberinto de la Felicidad. Dice así:

Con la lección aprendida sobre los obstáculos reales y postizos, Ariadna golpeó el muro con las palmas de las manos hasta derribar una columna de ladrillos. Se había abierto una brecha suficientemente ancha para que pudiera pasar al otro lado, donde para su sorpresa encontró la calle donde había dormido tres días atrás.
Al pasar nuevamente junto al CAFÉ DEL LABERINTO, recordó que el camarero le había prometido explicarle cuál es el sentido de la vida.
Ariadna se sentó en el único taburete vacío junto a la barra y se sorprendió al encontrar ante sí las tres tazas vacías, como la primera vez que había entrado en el café. Eso la convenció de que la estaban esperando.

El camarero confirmó esa certeza al dirigirse hacia ella muy risueño y decir:

-Bueno, ¿qué desea la señora?
-Ya lo sabe: vengo a que me explique cuál es el sentido de la vida.
-Eso haré. Pero no olvide que el sentido de la vida es diferente para cada persona y es usted misma quien debe descubrirlo. Yo sólo puedo contarle lo que he descubierto después de trabajar cuarenta años como camarero.

Ariadna contempló expectante las tres tazas vacías mientras el hombre se ponía bien la armilla antes de iniciar, feliz y sonriente, su explicación:

-He calculado que el contacto de un camarero con cada cliente que pide un café no supera de media un minuto escaso. Es el tiempo que suman el saludo y la pregunta: “¿qué desea tomar?”, lo que te pide el cliente, cuando pones la taza sobre la mesa, la hora de pasar la cuenta y la despedida cuando se marcha. Son muchos momentos diferentes, pero el verdadero contacto entre el camarero y el cliente no supera en conjunto el minuto.
-¿Y qué significa eso?
-¡Significa que es una oportunidad! Independientemente de la calidad del café, que es lo de menos, en ese minuto el camarero tiene ante sí tres opciones o, mejor dicho, tres posibles resultados que dependen de su actitud.
Tras decir eso, el camarero hizo una breve pausa para buscar las palabras más adecuadas. Luego explicó:
-En ese minuto puedes conseguir que la persona se marche peor de lo que ha llegado, si eres grosero. O bien puede irse igual que ha venido, si le tratas con indiferencia. Pero también tienes la oportunidad de que salga del café mejor de lo que ha entrado, si le regalas un poco de amabilidad.
-¿Y eso es todo? -dijo Ariadna sin ocultar su decepción- Pero ¿qué tiene que ver eso con el sentido de la vida?
-¡Este ES justamente el SENTIDO DE LA VIDA!, y no sólo para los camareros. Todos tenemos cada día decenas de pequeños y grandes contactos con los demás. Nuestro reto es conseguir el tercer resultado: que su vida sea un poco mejor después de estar con nosotros. ¡Ese es el desafío, el premio gordo de cada encuentro! Al escuchar esto, Ariadna se quedó muy pensativa. El camarero entonces le guiñó el ojo y se despidió así:
-Y ahora debo irme: tenemos muchas vidas que mejorar.

Y así es. Nada es menor en nuestra vida. Nada es pequeño en el encuentro con el otro. Precisamente la mayor muestra de grandeza de un ser humano se observa en su sencillez, en su humildad, en su calidez, en su amabilidad, en su ternura, en la capacidad de mejorar el momento presente del otro desde la entrega que busca regalar una brizna de alegría a quien tenemos enfrente. Porque en efecto, tenemos muchas vidas que mejorar, empezando con la propia y la de quienes tenemos cerca.
Alex Rovira Oficial
www.alexrovira.com

7 de octubre de 2013

LOS AMOROSOS.

Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.

Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.
Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.

Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.

Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables,
los que siempre -¡que bueno!- han de estar solos.
Los amorosos son la hidra del cuento.

Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.
En la oscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.
Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.

Los amorosos son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.
Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor
como una lámpara de inagotable aceite.

Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.
Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.

Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo,
complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.
Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida,
y se van llorando, llorando,
la hermosa vida.

Jaime Sabines
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