La palabra
"amor" se refiere a una experiencia vivida. Es una experiencia
paradójica porque a pesar de que todos hemos experimentado su realidad, parece
escapar a todo intento de comprenderla, de describirla o de repetirla. El
tierno deleite que teníamos en nuestra infancia, cuando mirábamos una hermosa
ilustración en color, la dulce emoción cuando pensamos en un ser querido, el
impulso que nos mueve a consolar a un extraño en un profundo dolor y ayudarle
cuando está en peligro, la repulsión que nos invade cuando se comete crueldad
contra la inocencia oprimida. Todas estas circunstancias entre muchas otras
apuntan a una experiencia común que no puede ser descrita o definida. Si
queremos profundizar en el descubrimiento de esta experiencia central parece que
nuestra investigación se evapora debido a la falta de apoyo objetivo. Si no
tengo palabras para expresarla y no hay imágenes para describirla, es porque no
hay percepciones o sensaciones para experimentarla objetivamente. Sin embargo,
sí que tenemos esta experiencia. Esa es la paradoja: está sin lugar a dudas
presente. Tiene el mismo carácter innegable y etéreo como la presencia
consciente. Conocemos esta experiencia de la misma manera que sabemos que somos
conscientes.
Si tratamos de describir
la trayectoria hasta el último momento en el que se cruza con lo inexpresable,
parece como si el sentimiento del "yo" se disolviera, quizás sólo
temporalmente, en una realidad más amplia, infinita, una bendita paz que pone
fin a toda agitación emocional o intelectual. No somos ajenos a esta nueva
dimensión. No es el descubrimiento de una América espiritual. Es reconocida de
inmediato como absoluta intimidad y ternura. Es el centro de nuestro ser y del
mundo, al mismo tiempo. Esta presencia es amor.
¿Hay
alguna condición especial antes de que esta cualidad de auténtico amor y
compasión sea revelada?
La condición es la
desaparición temporal o permanente de la idea de un "yo" separado.
Esta desaparición no puede ser nunca el resultado de una acción realizada por
este "yo". El amor vuela con sus propias alas y no conoce leyes. Es
la aparición de la gracia lo que nos arranca de la hipnosis de la separación.
La liberación surge de la propia libertad.
Pero no se debe concluir
que todo acto y práctica destinada a establecernos como amor sea inútil. Tal
decisión nos limitaría a un embotamiento intelectual. El anhelo de amor viene
del amor mismo, no desde el ego separado. Por el contrario, tenemos que
rendirnos a todo lo que nos lleve al amor. En esta entrega descubrimos la verdadera
vida, la paz interior que siempre hemos buscado.
¿Puede
el amor existir sin un objeto?
El amor sólo existe sin un
objeto. El amor es el amor de lo sin-objeto por lo sin-objeto. Un objeto pone
vestidos al amor, y lo viste con velos. Lo que amamos en una persona no es ni
el cuerpo físico ni los pensamientos. Es la presencia consciente lo que tenemos
en común con él o ella, el ser, lo sin-objeto. El velo puede ejercer un poder
temporal de atracción, pero sólo el verdadero yo que permanece en el trasfondo puede
darnos lo que buscamos. No amamos a los demás, amamos el amor en los demás.
Esto no significa que tenemos que alejarnos de los demás para dirigirnos a
Dios, lo sin-objeto, sino que vemos a los demás como una expresión de amor. Las
relaciones con nuestra pareja, hijo o hija, un extraño, un extranjero cobran
entonces otra dimensión. La vida cotidiana se convierte en un campo de
experiencia que es siempre nuevo. Si nos acercamos a los demás como consciencia
divina potencial, obligamos a Dios a que se quite la máscara, lo que hace con
un milagro; y el milagro es la sonrisa de Dios.
Francis Lucille