29 de diciembre de 2019

BENDICIÓN CELTA.


Que los pies te lleven por el camino hacia el encuentro de quien eres, porque la felicidad, es eso, descubrirte detrás de ti, sabiendo que el verdadero disfrute está en transitar ese camino.
Que los ojos reconozcan la diferencia entre un colibrí y el vuelo que lo sostiene, aunque se detenga, seguirá siendo un colibrí, y es importante que lo sepas, para que no confundas el sol con la luz, ni el cielo con la voz que lo nombra.
Que las manos se tiendan generosas en el dar y agradecidas en el recibir, y que su gesto más frecuente sea la caricia para reconfortar a los que te rodean.
Que el oído sea tan fiel a la hora de escuchar el pedido, como a la hora de escuchar el halago, para que puedas mantener el equilibrio en cualquier circunstancia y sepas escucharte y escuchar.
Que las rodillas te sostengan con firmeza a la altura de tus sueños y se aflojen mansamente cuando llegue el tiempo del descanso.
Que la espalda sea tu mejor soporte y no lleves en ella la carga más pesada.
Que la boca refleje la sonrisa que hay adentro, para que sea una ventana del alma.
Que los dientes sirvan para aprovechar mejor el alimento, y no para conseguir la tajada más grande en desmedro de los otros.
Que la lengua exprese de modo tal las palabras que puedas ser fiel a tu corazón en ellas, conservando el respeto y la dulzura.
Que la piel te sirva de puente y no de valla.
Que el pelo le de abrigo a tus ideas, que siempre adornan más que un buen peinado.
Que los brazos sean la cuna de los abrazos y no camisa de fuerza para nadie.
Que el corazón toque su música con Amor, para que tu vida sea un paso del universo hacia adelante.



DE CUANDO ME OLVIDÉ DE OLVIDARTE.


“Lo que sueltes se lo lleva el viento”, me decía mi abuela, pero no te conocía. Tuve 365 días para extrañarte y no los use. “Me sobran” pensaba, cuando en esos días nada me hacía volver a vos. Ni las canciones, ni los sitios a los que iba. A veces a algún recuerdo se le daba por aparecer sin avisar, y se me colaba entre los pelos para meterse debajo de la ropa y hacerse carne; pero no podía. Así cómo había llegado, se iba. “Ya no le extraño”, pensaba yo, y sentía cierta nostalgia cuando entendía que el tiempo empezaría a borrar tu voz, y tu olor, y la fuerza de tus abrazos. En esos momentos un escalofrío navegaba mi espalda, no quería pensar que te ibas a disolver con el tiempo. ¿Será acaso que los besos que un día nos salvaron la vida podrían escurrirse sin más sobre el reloj? ¿Era entonces el tiempo capaz de llevárselo todo? Al final no.
Al final no era capaz, ni el tiempo, ni el viento, ni ninguna puta cosa del mundo. Mi abuela no tenía razón, y 365 días tampoco alcanzaban para dejar de quererte, ni aunque lo intentara. Cualquier minuto, en otra parte del mundo ibas a volver, no vos, sino tu recuerdo; y me ibas a pedir para quedarte, casi como rogando que te vuelva a hacer un hueco en la cama. La que nos gustaba tanto. La de los abrazos. Y yo que jamás supe decirte que no a nada, te iba a decir que si, que al final de cuentas no había usado ni uno de los malditos días que estuve triste para olvidarte. Que no me sobraban. Que no. Que no te fuiste. Que todavía hoy acá, un pedazo de mí es tuyo, que me olvidé yo de decirte que me lo devuelvas y que ahora me falta... incluso del otro lado del mundo, me falta.
Soledad Voulgaris

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