A
lo largo de nuestra vida tenemos que afrontar determinadas situaciones
generadoras de tensiones y conflictos. Además hay una serie de acontecimientos
que son especialmente estresantes, como la muerte de la pareja, la separación y
el divorcio, el fallecimiento de seres queridos, los despidos o reajustes en el
trabajo y la jubilación. Lo que tienen
en común todas estas circunstancias es que nos obligan a adaptarnos, nos
apremian para que aceptemos los cambios que conllevan, lo que implica, por una
parte, incorporar algo nuevo −que de entrada nos da miedo− y, por otra, dejar
que se vaya algo que conocemos −que aunque doloroso resulta a la vez
tranquilizador.
Frente
a los cambios reaccionamos no sólo según nuestra personalidad, más o menos
adaptable, flexible y tolerante, sino también a partir de un sistema de
creencias que interiorizamos fundamentalmente durante la infancia. Personalidad y creencias constituyen
estructuras mentales que a menudo se sienten amenazadas ante los cambios, y
como consecuencia se da cierto rechazo y resistencia a ellos. Así, frente a
una circunstancia vital especialmente compleja, unida a una falta de recursos
internos y ciertas dificultades para adaptarse a ella el ser humano puede
generar toda una serie de síntomas, físicos y/o psicológicos, que desde una
perspectiva integradora pueden verse como una voz desde el interior que busca
ser escuchada.
Por
lo general, una persona decide iniciar un proceso terapéutico porque su
malestar empieza a ser tan acentuado que se ve «obligada» a pedir ayuda, a
buscar a alguien que pueda proporcionarle alivio a sus síntomas y luz en su
camino. A veces, esa petición llega incluso mucho después de haber soportado
durante un largo período esa oscuridad o sufrimiento existencial. En efecto,
taquicardias, temblores, ansiedad, opresión en el pecho, sobrepeso, alergias,
problemas digestivos o un estado depresivo son manifestaciones físicas,
síntomas que reclaman atención, que se dejan sentir de manera que a la persona
cada vez le resulta más difícil vivir haciendo caso omiso de ellos y sin
escuchar lo que siente su alma. Porque hay ocasiones en que el alma se queja,
protesta y reclama atención. Necesita que la escuchen, aunque algunos intentan
hacer lo posible por no tenerla en cuenta.
En
verdad no podemos vivir desconociendo nuestras heridas, necesidades y deseos
más profundos sin que ello acarree consecuencias. Vivir en la inconsciencia
genera sufrimiento. Curiosamente, los síntomas indican la dirección de lo que
el alma anhela, pero también aquello de lo que nos defendemos, a lo que nos
resistimos con ahínco. Cabría preguntarse entonces: « ¿Qué estoy tratando de
evitar?», « ¿De qué me protejo?».
En
un sentido amplio del término, los síntomas, sean cuales sean y por extraño que
parezca, siempre tienen una intención positiva para quien los sufre. Su sentido es cumplir diferentes funciones
para la persona, y así, por ejemplo, sirven para ayudarnos a evitar ciertas
cosas y para protegernos de otras, e incluso buscan obtener lo que uno no se
atreve a pedir. El entramado de síntomas tiene múltiples significados, pero
su finalidad primordial es sernos de utilidad. Porque en última instancia, los
síntomas los genera uno mismo, aunque creamos que nos son ajenos y por ello
queramos hacerlos desaparecer.
Un
síntoma siempre tiene un significado, es un indicador luminoso que atrae
nuestra atención y nos informa de que algo está sucediendo. Es tan útil como el
pilotillo que se enciende en el coche para avisarnos de que hace falta gasolina
o aceite. Los síntomas indican una disfunción, la existencia de cierto malestar
interior, dolor y sufrimiento. Podría
afirmarse que es la voz del alma que se queja, a la hay que prestar atención y
aprender a escuchar. En un plano orgánico, el síntoma es la expresión
física de lo que falta en la conciencia, pero la información se halla en la
sombra, en el inconsciente, y la persona carece de acceso a ella. Para entender
su mensaje y hacerlo consciente es importante analizar el momento de aparición
del síntoma, lo que nos proporciona una información relevante: sucesos,
sentimientos, pensamientos y fantasías. Y preguntarse: « ¿Qué me impide llevar a cabo este síntoma?», « ¿A qué me obliga?», «
¿Cuál podría ser su intención positiva?», « ¿Qué me quiere hacer ver?».
La depresión es un intento
de que se establezca una conexión o comunicación más profunda con el alma, con
la totalidad del Ser. Es una bajada a los «infiernos» personales, una parada
del ritmo de la vida cotidiana para escucharse, un «no hacer» para enterarse de
lo que sucede en el interior. La persona necesita estar
en contacto consigo misma, volverse hacia dentro, encapsularse como la
crisálida de una mariposa para llegar a tocar fondo. Hasta cierto punto, es necesario
aceptar y respetar este proceso, cual animal que lame sus heridas para que
sanen.
La
depresión proporciona el momento de detenerse y revisar, un espacio para la
elaboración de pérdidas y un tiempo para conectar con el alma. Uno se desactiva, se apea de la vida y se
entrega a un abandono autocompasivo. La depresión puede desempeñar un papel
necesario en el proceso de individuación, un tiempo para madurar, profundizar y
reflexionar en pos de la búsqueda de una nueva filosofía de vida. Esa necesidad
de aislamiento, silencio y soledad tal vez sea un rito de pasaje, una muerte y
resurrección, una transición hacia una reconstrucción interior desde la
disolución de viejas perspectivas. El vacío del abismo puede
proporcionar sabiduría interior, la aceptación de los propios límites y de la
realidad tal cual es, y, como resultado, un sentido de la vida y los valores
personales renovados. Un estado
depresivo puede verse como un vacío fértil del que puede brotar algo
verdaderamente nuevo, o como un proceso de alquimia interior mediante el que
llegue a destilarse la propia esencia.
Por
su parte, la ansiedad es un estado permanente de miedo que suele aparecer
cuando se dan preocupaciones y conflictos no resueltos. Los ataques de ansiedad reflejan miedo al futuro, a los cambios, aunque
a la vez sean necesarios. Es sentirse incapaz de lo que la situación
requiere. Se acompaña de opresión en el pecho, taquicardia, sudoración,
temblores y un nudo en la garganta. La
ansiedad es una reacción del organismo ante una situación de peligro, sea éste
real o imaginario. En todo caso, es útil porque manifiesta que hay algo que se
vive como una amenaza, una alerta ante una situación de peligro o catástrofe.
Se trata de hacer consciente e identificar aquello a lo que tenemos miedo, para
posteriormente afrontarlo.
Una
persona puede quejarse y sentirse víctima de su ansiedad, aunque en realidad es
una parte de ella misma la que la genera, es un mensaje dirigido a sí misma. En
muchos casos es síntoma de una conducta de evitación: se está eludiendo abordar
algún tema que genera dolor o tristeza. Para
liberarnos de la ansiedad es necesario ser plenamente consciente de ella,
sentirla en profundidad, experimentarla, acogerla e incluso aunque nos suene
raro, respirarla. Dejarse llevar por lo que sucede (temblores,
estremecimientos…) sin rechazarla ni bloquearla, sintiéndonos responsables de
ella. Así, en vez de intentar rehuirla hay que penetrar en ella y preguntarse:
« ¿Qué me está pidiendo este síntoma?».
Muchos
ataques de ansiedad son una mezcla de emociones, como
culpa, rabia, miedo y dolor reprimidos a los que no se les permite la
expresión, una «bomba» que si no se
exterioriza (eso sí, adecuadamente) causan mucho dolor a la persona. Es posible
que requieran un grito, aunque sea a solas, enfadarse, llorar o bien expresar
lo que se siente para tomar conciencia de ello. « ¿Qué es lo que me enfada?», «
¿De qué tengo miedo?». Se trata de decodificar el mensaje que quieren
trasmitirnos, no de pasarlo por alto o reprimirlo. Porque cuanto más luchemos contra un síntoma más empeorará. Es
beneficioso sentirlo, escuchar qué pide, exagerarlo incluso, ya que si podemos
exagerarlo también podemos lograr que disminuya. Luchar contra los síntomas sólo sirve para reforzarlos, mientras que
abrazar el síntoma nos libera de él.
Otro
síntoma bastante común son las cefaleas o migrañas. Si las analizamos con
atención podemos darnos cuenta de que suelen aparecer después de períodos de
mucha tensión, estrés y una intensa actividad mental, así como de un exceso de
estímulos y situaciones en que se está rodeado de mucha gente. El síntoma exige retiro, relajación y
descanso, en un espacio en silencio y con poca luz. Si se lo escucha y se le da
lo que precisa, remite. Lo interesante sería aprenderlo de una vez por todas, y
parar y retirarse antes de que se encienda el piloto rojo de aviso, antes de
que empiecen las primeras manifestaciones.
La
vida interior nos habla en susurros, y si no somos capaces de escucharla cada
vez nos habla más alto. Los síntomas nos
comunican una información que está en el inconsciente y pugna por hacerse
consciente. El síntoma es la punta
del iceberg. De manera que cuanto mayor, más complejo, grave o exagerado
sea el síntoma −sea éste físico o psicológico− más inconsciente es, y más
sonoro es el grito para que podamos escucharlo, así como mayores son las
defensas para que la información pueda acceder a la conciencia. Cuando no nos escuchamos, no nos entendemos
o no nos comunicamos con nuestro interior es cuando aparecen los síntomas. Su
intención es positiva: en realidad tratan de decirnos algo, darnos una
información para que lo inconsciente se vuelva consciente. Los síntomas
expresan que una parte nuestra existencia no se puede manifestar, está
arrinconada y reclama atención; precisa ser vista, oída, tenida en cuenta. Nuestras
creencias nos conforman y limitan. Cuando no estamos en armonía con nuestra
propia vida o con la existencia en general, surgen los síntomas e incluso la
enfermedad. Desde esta perspectiva integradora, se trata de encontrar aquellos
aspectos que han intervenido en el origen y causa de la enfermedad, dar sentido
a los mensajes que recibimos y localizar las creencias limitantes y
experiencias pasadas que están bloqueando el mensaje y su comprensión.
Aunque a veces no seamos
conscientes, en el ser humano existe una necesidad imperiosa de crecimiento
interior, de poner fin a lo viejo y gastado. Necesitamos «actualizarnos»
constantemente, aceptar y facilitar ese crecimiento tomando conciencia de
aquellos aspectos en nosotros que «mueren» y «renacen» sin cesar, que nos
hablan de la necesidad de cambio a que tantas veces nos resistimos. La cura
está en conectar con el alma y
escucharla con amor.
Ascensión
Belart
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Un viaje hacia el corazón