Me hubiera encantado
conocerte, Vincent. Haber estado allí contigo, en ese umbral donde lo sin forma
se convierte en forma, haber estado allí en ese precipicio vertiginoso en el
que penetramos la vida y somos penetrados a cambio, sin protección, sin respuestas.
El campo que todo verdadero artista conoce, teme y al que se siente atraído;
del que huye, y al que termina regresando porque no tiene otra opción más que
formar parte de él. El campo en el que el yo y el mundo y los otros se
disuelven y donde sólo hay girasoles de amarillo brillante y campos de trigo
bailando y cielos relucientes estallando con estrellas y estruendosos océanos
pintados de añil y blanco y cada sombra teñida de verde y sin un sitio para
llamar a casa, excepto allí, en el ver mismo. Un mundo al borde de las
lágrimas, al borde de las estrellas, sin alguien que pueda entender, excepto el
que deja de intentarlo.
El ver. ¡El ver! ¡A un
pelo de la locura, a un pelo del éxtasis! Me hubiera gustado abrazarte ahí,
amigo mío. Recordarte que estabas a salvo. Que tu soledad era sagrada y que tu
desesperación no era vergonzosa y que incluso tus fantasías e impulsos secretos
más oscuros no eran un error, no eran una maldita equivocación o un signo de tu
fracaso o prueba de tu enfermedad o el testimonio de que no estabas destinado
para este mundo. No, tus defectos humanos no eran nada menos que arte, el arte
futuro, como lo llamaste, donde el campesino es rey y el momento más ordinario
contiene toda la inmensidad. El arte futuro de ver cada maldita sombra de
nuestra imperfecta humanidad como una expresión de la divinidad, la misma
divinidad que infundió esos campos de trigo en los que desapareciste por días
enteros, pintando, pintando siempre, pintando para siempre. Tus sentimientos
eran girasoles también, tu alegría y tu dolor eran tan inmensos y llenos de
vida como esos cielos estrellados y océanos, todos estallando con color y luz y
un movimiento estremecedor, y todas las sensaciones extrañas surgiendo a través
de tu cuerpo, todos los traumas que jamás te atreviste a tocar, fueron
hermosos, también, Vincent, y no una amenaza. Para mí, de todos modos. Y para
muchos otros que recorren este extraño camino del despertar. Tuviste una
familia que nunca conociste. Ojalá nos hubiéramos conocido. En un campo de trigo en
Auvers, una fresca tarde de verano perdiste toda esperanza, o tal vez intuiste
una esperanza tan vasta e inalcanzable que finalmente rompió tu espíritu y te
disparaste en el pecho con un revólver y dos días más tarde, en una pequeña
habitación en el ático, tu corazón se detuvo y te volviste infinito. O el
infinito te llevó de vuelta a tus amados campos de trigo, pero ahora
inseparable de ellos: de regreso a la luz, de regreso a la madre, de regreso a
Casa, y encontraste el más profundo tipo de descanso que jamás conociste en tu
corta vida. En esa pequeña habitación
te rodearon de girasoles y dalias amarillas y tus últimas pinturas, y lloraron
y recordaron, y ninguna iglesia habría podido contenerte de todos modos.Tenías entonces 37 años.
Oh, no creo que hayas
estado loco. Me parece que estabas demasiado vivo para este mundo. Te sentiste
conmovido hasta las lágrimas por los pajares y los comedores de patatas, por
las prostitutas y las raíces de los árboles. Creo que viste tan profundo y tan
vívidamente y no encontraste ningún hogar aquí porque te sentías constantemente
desgarrado por esa doble atracción del cielo y la tierra y tal vez nadie te
enseñó cómo aceptarte a ti mismo en la misma forma en que tú aceptabas la luz
siempre cambiante sobre esos pajares.
Oh. Me hubiera gustado
conocerte, amigo. Eso es todo.
Gracias por tu coraje.
Gracias por ayudarnos a ver. Gracias por los girasoles, los lirios, los campos
de trigo, el almendro, las noches estrelladas.
Jeff Foster
Fuente: Jeff Foster en español (Facebook)
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